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Este artículo fue publicado en el boletín El Reactor en junio de 1990, se trataba de una crítica al supermercado de la Ciudad Nuclear. Tuvo un gran éxito entre los lectores y fue ampliamente compartido. Al pasar de los años, solo puedo lamentar que hoy no tengamos ni un supermercado que sea la mitad de aquel, con diablo y todo. Al final encontrará un enlace para descargar o leer el boletín completo.

—Bien, vamos a comenzar la reunión —se escuchó una voz en medio del bullicio.

Los trabajadores del infierno miraron a El Diablo y fueron acomodándose, en silencio, alrededor de una gran mesa.

—El objetivo de esta reunión —continuó El Diablo— es exponer mis nuevas ideas sobre la modernización del infierno.

Se escuchó un breve murmullo en el salón.

—Convertiremos al infierno en un gran supermercado.

De nuevo estalló el bullicio, se escucharon gritos, risotadas, expresiones de desaprobación. Algunos aprovecharon para señalar la cabeza del diablo y hablar mal de su esposa. Finalmente, el silencio.

—Ahora les explico.

El jefe de la reunión parecía algo molesto por la indisciplina, pero continuó.

—La construcción será toda de cristales, tendrá unas pequeñas ventanas superiores, pero los empleados nunca las abrirán para no tener que cerrarlas antes de irse a casa. De manera tal que con el sol de todo el día y el efecto invernadero se alcancen en su interior temperaturas cercanas a los 40 grados Celsius.

De nuevo se escuchó un pequeño murmullo en el salón.

—Los consumidores —continuó El Diablo— entrarán y saldrán por una misma puerta estrecha, para que tropiecen unos con otros. Tendrán que colocar sus jabas en unos clavitos a la entrada, pero delante de estos colocaremos una mesa con una empleada, para que tengan que saltar por encima de ella.

Algunos sonrieron mientras movían la cabeza en señal de aprobación.

—Para comprar un producto, habrá que hacer tres colas: primero, marcar la libreta y hacer un vale; segundo, adquirir el producto y marcar el vale y tercero, pagar el producto y entregar el vale. Colocaremos una sola caja para el pago, con la empleada más lenta de todos.

Los presentes murmuraron sobre lo difícil que sería seleccionar a la empleada más lenta. El Diablo prosiguió con su exposición.

—Con esto garantizamos que se formen interminables colas cuando los consumidores lleguen en masa del trabajo. Además, contrataremos a un carnicero nuevo, inexperto y, por supuesto, lentísimo; con lo cual triplicaremos las colas con la misma cantidad de carne.

La asamblea se agitó entusiasmada. El Diablo notó que su exposición había tenido el éxito que esperaba y se preparó para el golpe final.

—Los pomos y botellas —dijo— los compraremos solo un día a la semana, de cuatro a seis.

Aquello fue demasiado, la asamblea estalló en vítores y aplausos, todos se pusieron de pie y felicitaron al orador. “Es un genio”, dijo uno; “Es un diablo”, dijo otro; “Se la comió”, dijo un tercero, “su mujer no es tan mala”.

El Diablo sonrió satisfecho y orgulloso, solo a él podían ocurrírsele cosas como esas.

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