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| El Malecón de mis sueños. marisolhernandes.com |
A finales de los setenta de la pasada centuria, los castilleros ―nativos habitantes de un pequeño poblado de pescadores en las márgenes de la Bahía de Jagua, al lado de las ruinas de una fortaleza colonial española― vieron como su zona se convertía en centro de atención del país. Comenzaban a llegar ―a la Obra del Siglo― personas de todas partes: profesionales, otros muchos no tanto, especialistas extranjeros, maquinaria y recursos.
Entre las personas que llegaron estaba El Habanero. Graduado en una universidad capitalina, soñaba una oficina con aire acondicionado en Miramar, y su auto esperando en el parqueo, pero; venía a cumplir el servicio social a la tierra del polvo por todas partes, con una dura tarea por hacer. Para él, Cuba era La Habana, una carretera hasta Varadero, y el resto, solo área verde; y no había otro equipo de pelota que los Industriales.
Pasaba los días en la obra y las largas noches en el albergue, más largas todavía cuando no transmitían béisbol. Esperaba ansiosamente el pase cada quincena. Criticaba y protestaba todo: el papeleo, las interminables reuniones, las metas productivas vinculadas a fechas políticas y el perfume de los rusos. Nada lo motivaba, ni siquiera la posibilidad de un viaje a la Unión Soviética, ni la doble ración de lomo ahumado en la comida.
Un buen día fue convocado para un acto y contempló atónito como, con bombos y platillos, autoridades locales y nacionales colocaron la primera piedra de lo que sería la Ciudad Nuclear “¿por qué no hicieron un Reparto Nuclear en la propia ciudad de Cienfuegos?” Se preguntaba “¿por qué al menos no pusieron la primera piedra al otro lado del canal de la bahía?”
Para El Habanero, el canal de la bahía, como el río Nilo en el Egipto antiguo, dividía dos mundos. En el lado Este del Nilo, por donde sale el sol, se encontraban las ciudades, era la tierra de los vivos; en el lado Oeste, por donde se oculta el sol, estaban las tumbas, las pirámides, era la tierra de los muertos. Así, en el lado Este del canal de la bahía se hallaban los hoteles, las playas, la carretera hacia la ciudad de Cienfuegos; pero en el lado Oeste, inhóspitos campos de henequén y la polvorienta construcción de un reactor que se erigía cual pirámide, era la tierra de los muertos. Y eso que aún no llegaba el Período Especial.
Le gustaba burlarse de los nativos y sus costumbres. Un día me encontraba con él, estudiando unos planos, cuando irrumpió en la oficina una de nuestras compañeras, oriunda de las montañas cienfuegueras, y nos dijo emocionada “¡Muchachitos, muchachitos, corran, que en la cafetería del campamento me acabo de tomar el batido de chocolate más rico de toda mi vida!”. Nos miramos con escepticismo, pero no había nada que perder. De inmediato nos dirigimos al lugar. Una vez con sendos vasos de la promocionada bebida en las manos, probó el primer sorbo. La decepción se dibujó en su rostro, me miró y me dijo “Pobrecita la guajira, nunca ha ido a Coppelia”.
La insatisfacción de El Habanero llegaba incluso a las organizaciones políticas, el balance de la UJC. Y todos saben que no hay nada más parecido a un balance de la UJC que el balance anterior. Se levantó y dijo que se aburría como una ostra, dada las pocas opciones que existían para la juventud. Un castillero respondió diciendo que se habían hecho muchas cosas nuevas para los jóvenes, y comenzó a enumerarlas. Pero aquello no era suficiente para El Habanero. Nada podía sustituir su malecón a noventa millas, El Latino, La Rampa, El Coppelia, el cine Yara, el Club Turf, ni el encanto de la posada de 11 y 24.
Por eso, y aunque muchos de sus coterráneos se quedaron felices e hicieron familia, él solo perseguía un objetivo: la baja; y eso que pedir la baja de la obra de choque era considerado algo así como una traición a la patria. Recuerdo aquel día cuando, ya con el preciado documento en la mano, salió por la puerta principal, volteó la mirada para ver lo que dejaba atrás y exclamó la frase que quedó para la historia “¡Me voy del carajo!”.

